LA BATALLA DE LES TERMÓPILAS
martes, 18 de diciembre de 2012
GRÈCIA. BATALLA DE TERMÓPILAS
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jueves, 13 de diciembre de 2012
EDAT MITJANA. Comentaris.
Os recomiendo dos
libros para acabar con esa lúgubre idea de la Edad Media y para
comprender hasta qué punto era importante la fiesta, la risa, el lujo y la
ceremonia. Uno es La cultura popular en la Edad Media y el
Renacimiento, de Mijail Bajtin y el otro es Caballeros
andantes españoles, de Martín de Riquer.
El primero se ocupa de
las fiestas populares y el segundo de las fiestas cortesanas. El primero se
centra en la risa y el segundo en la violencia, un ingrediente habitual no sólo
en las fiestas de los reyes y de la alta nobleza, sino en la vida común y
corriente.
Las crónicas
Las crónicas
medievales, los libros —voy a decirlo así de historia— escritos en
el siglo XV por historiadores a sueldo de algún noble o de algún rey, están
plagadas de escenas violentas. Y no me refiero solamente al relato de guerras,
a los saqueos, a los cercos heroicos o a las tomas de castillos, sino también a
los combates que organizaban los caballeros, es decir los militares, por puro
entretenimiento o por deporte.
No había fiesta
cortesana digna de tal nombre en la que no se celebraran torneos,
que eran combates entre grupos de caballeros; o justas,
que eran luchas de uno contra uno. Ambos eran, junto a los pasos
de armas, que os comento más abajo, vistosos espectáculos que
servían además para mantenerse en forma.
La vida de un militar
medieval, de un caballero, dependía en buena parte de su forma física. Pensemos
que hasta la generalización de las armas de fuego la guerra se hacía cuerpo a
cuerpo, y que la fortaleza física o la flexibilidad eran esenciales para que no
te mataran.
En épocas de paz, la
única manera de mantenerse en forma era practicando la caza o participando en
estas violentas celebraciones deportivas, donde el lujo se mezclaba con el
erotismo y la ostentación. Algo parecido a lo que sucede hoy en los palcos de
los estadios con los futbolistas famosos o en las localidades más caras de las
plazas de toros.
La crónica titulada El
Victorial, escrita por Gutierre Díez de Games, o la Crónica
de don Álvaro de Luna o
la Crónica del Halconero de Juan II, escrita
por Pedro Carrillo de Huete, relatan con detalle, recreándose en el lujo o en
el morbo, todo tipo de combates deportivos.
Precisamente Carrillo
de Huete cuenta que un día en la primavera de 1432 estaba el rey Juan II subido
en un cadalso y a punto de ordenar que comenzaran unas justas cuando apareció Ruy Díaz de Mendoza,
su mayordomo mayor, con un escudero preso con una cadena de oro al cuello, y un
carro tirado por hombres de a pie sobre el que iba un paje con un escudo de
acero al cuidado de doce lanzas para justar.
La performance- puesta en escena - no tenía nada de extraordinario. Era
frecuente que los caballeros hicieran extravagantes votos como llevar un ojo cerrado, no comer,
vestir una prenda llamativa o llevar un escudero preso hasta cumplir
determinadas condiciones: combatir con tantos caballeros, hacerlo de tal forma
o en tales condiciones.
Y que la cosa iba en
serio, uno lo empezaba a comprender más tarde, cuando veía morir a alguno de
ellos. Porque los caballeros perdían la vida en estos juegos. En las justas
donde el mayordomo mayor del rey montó el numerito del carro que hemos visto
murieron cinco, nada menos. Y el poderoso condestable Álvaro de Luna también
estuvo a punto de morir cuando en 1432 se enfrentó a Gonzalo de Cuadros, uno de
los mejores justadores de Castilla, que le metió la lanza por la vista del
yelmo, y casi le parte la cabeza.
El Paso honroso de Suero de Quiñones
Había una tercera
modalidad de combate deportivo que se llamaba paso de armas, casi un
espectáculo de masas, del que se levantaba acta notarial. El jueguecito consistía
en apostarse en algún lugar conocido y cerrar el paso. El aventurero que quisiera pasar —así se llamaba, aventurero— debía justar
con el mantenedor del paso, siguiendo una serie de
reglas o capítulos que se
publicaban antes, y cuyo cumplimiento dependía de los jueces
de campo, nombrados por los convocantes y autorizados por el rey.
Uno de los más famosos
pasos de armas celebrados en Castilla fue el Paso Honroso de Suero de Quiñones. Suero de
Quiñones era el nombre de un caballero castellano que hizo voto de llevar todos los jueves una argolla
de hierro en el cuello, símbolo de cautiverio amoroso, hasta haber roto
trescientas lanzas en un paso de armas. Romper una lanza era derribar a alguien
del caballo o hacerle sangre.
El paso de Suero de
Quiñones se celebró cerca del puente sobre el río Órbigo, entre León y Astorga,
del 10 de julio al 9 de agosto de 1434, y fue narrado minuciosamente por el
notario Pero Rodríguez de Lena. Existe una edición moderna de este texto con
una excelente introducción de Amancio Labandeira. Sesenta y ocho caballeros
combatieron en este famoso paso de armas, pero no consiguieron romper ni la
mitad de las lanzas estipuladas en los capítulos, lo cual no fue obstáculo para
que Suero de Quiñones se despojara de la argolla amorosa en una ceremonia
final.
Desafíos y batallas
judiciales
Además de los combates
deportivos había otro tipo de violencia más serio, violencia vestida con el
mismo boato, pero menos festiva: me refiero a los desafíos y a las batallas
judiciales.
Desafiar a alguien era
retirarle la fe y la amistad, y ser libre por tanto de agredir su persona y de
dañar sus bienes, un privilegio que la ley reservaba únicamente a los hidalgos.
Si alguien rompía la fe debía comunicarlo antes. Se conserva una carta de
Carlos de Orleans a Juan de Borgoña, en la que aquel le retira a este la fe
"por la muy falsa y traidora muerte" de su padre ordenada al parecer
por Borgoña. "De esta hora en adelante” —le advierte— “te empeceremos y te
dañaremos a todo nuestro poder, en todas las maneras que podamos".
Estas cartas de
desafío se hacían llegar al enemigo a través de un sirviente o se podían fijar
en una plaza pública, para que todos los habitantes de la localidad pudieran
seguir los debates, conocer las acusaciones y disfrutar con las réplicas, si
las había. Algo parecido a las disputas verbales en los foros de Internet
actuales.
El otro modo de
solucionar las diferencias era mediante una batalla judicial, que generalmente
se celebraba a ultranza, es decir
hasta que uno de los dos enemigos muriera o se declarara vencido.
Se consideraba que el
resultado de la batalla era voluntad de Dios, y que por tanto ese resultado
probaba sin ningún género de dudas la culpabilidad o la inocencia de cada
combatiente.
El requerimiento de
batalla judicial también se hacía por carta, como el desafío, pero al contrario
que este, generaba una correspondencia muy nutrida, porque además de acordar el
motivo del combate, el punto sobre el que uno de ellos sería culpable y el otro
inocente, había que gestionar un sinfín de pormenores técnicos y jurídicos.
Cuando llegaban a un acuerdo sobre todos ellos se decía que habían alcanzado la concordia,
momento en el que se pasaba a divisar las armas, es decir a enumerar el armamento
ofensivo y defensivo con el que se combatiría, y a decidir si la batalla se
haría a pie, modalidad más justa pero más sangrienta, o a caballo, un modo de
lucha más vistoso y menos cruento.
Muchas veces el
conflicto no pasaba de ahí, del combate verbal librado por carta, y jamás daba
paso a una batalla cuerpo a cuerpo.
Si alguien tiene
curiosidad por leer estas cartas violentas e ingeniosas tiene a su disposición
tres recopilaciones: una es la de Martín de Riquer, titulada Lletres
de batalla. Cartells de deseiximents i capítols de passos d’armes.
La otra se titula Cartas de batalla. Y por
último la que firman Martín de Riquer y Mario Vargas Llosa.
En 1972 la editorial Seix Barral publicó un volumen titulado El
combate imaginario. Las cartas de batalla de Joanot Martorell, en
donde se recogían las que había escrito el autor de Tirante
el blanco, esa deliciosa novela de caballerías, que según Don
Quijote era el mejor libro del mundo.
Los caballeros de
carne y hueso sirvieron de modelo e inspiración a los autores de novelas de
caballería, que a su vez influyeron sobre los caballeros reales, produciéndose
una especie de retroalimentación entre la realidad y la ficción. Partiendo de
la realidad cotidiana, partiendo de esos violentos espectáculos deportivos o de
esa violenta manera de resolver las diferencias, los escritores coloreaban la
realidad, la adecuaban a sus intereses exagerándola o matizándola. Por su
parte, estos combates estilizados que aparecían en las novelas de caballerías
acabaron por servir de modelo a los caballeros reales cuando organizaban los
suyos.
El interés de las
cartas de Martorell proviene precisamente de eso, de su doble condición de
caballero y autor.
Y una última
conclusión: las cartas de batalla son muchas veces traducción al código
caballeresco de rivalidades políticas o económicas. Es decir, son cartas
privadas sólo en su dimensión pública. Antes veíamos a Carlos de Orleans acusar
a Juan de Borgoña de la muerte de su padre y desafiarlo por ello. Pero en
realidad lo que se estaba dirimiendo era el control del gobierno. Carlos V
desafió al rey de Francia por romper una promesa, pero en realidad lo atacaba
por incumplir los acuerdos de la capitulación de Madrid tras la batalla de
Pavía...
Uno tiene la sensación
de que aquellos hombres sólo podían entender la realidad, y relatarla, en
términos violentos, con palabras y conceptos tomados de la milicia y la
caballería.
Pero estas palabras
también revelan otra incapacidad: la mía para explicar el
mundo en términos que no sean en mayor o menor medida políticos y económicos.
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miércoles, 5 de diciembre de 2012
GRÈCIA. OLIMPIADES DE GRÈCIA ANTIGA
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GRÈCIA. DÉUS - MITOLOGIA
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GRÈCIA. Arquitectura, el teatre.
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GRÈCIA. Temple: ELEMENTS
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