sábado, 3 de marzo de 2012

LA CONDEMNA DE L'ANALFABETISME.

La condena al analfabetismo


Luis García Montero

27 febrero 2012

Hubo un tiempo en el que el futuro y la educación firmaron un contrato de confianza. A finales de los años cincuenta, mientras España intentaba salir de la autarquía económica, empezaron a entrar en los hogares las fotografías académicas y las orlas. Lo que había sido normal en las familias acomodadas, empezaba a extenderse también por los barrios y los pueblos. No es que hubiese una ayuda generalizada por parte del Estado, las becas no eran muy numerosas, pero los padres estaban convencidos de que cualquier sacrificio merecía la pena. Los hijos debían estudiar, aprobar el bachillerato y conquistar un título en la Universidad.

Una orla en la pared, junto al aparador del salón en el que se enseñaba una cristalería modesta y brillante, era un motivo de orgullo. Se trataba en muchas ocasiones del primer universitario en una familia de obreros o campesinos. La palabra desarrollo suponía entonces una necesidad social y un medio de propaganda política. Se pusieron en marcha tres planes de desarrollo, se abrió un Ministerio de Planificación y Desarrollo, las ciudades estaban pendientes de conseguir para su horizonte un Polo de Desarrollo… y los padres querían una orla junto al aparador. La solemnidad de los profesores amparaba los sueños juveniles y las sonrisas de los hijos. Aunque la tecnocracia de López Rodó, la cara franquista del desarrollo entre 1967 y 1973, escondía el inicio de los litorales devorados y la perpetuación clasista de los poderes tradicionales, el orgullo de los padres con un hijo universitario anunciaba ya la democracia. La movilidad social y el derecho al futuro eran dos de sus valores imprescindibles.

La cristalería de los aparadores y las orlas desaparecieron del salón con el paso de los años. No parecía necesario enseñar nada a las visitas. El bienestar económico daba por supuesto que todo el mundo tenía en su casa un juego de copas para el champán o una hija con un título. Esa normalidad se mantuvo durante un tiempo, hasta que la burbuja inmobiliaria y los modernos usos del mercado cambiaron las costumbres. Muchos jóvenes pensaron que era una estupidez cansarse en los institutos y en las universidades si podían trabajar con facilidad. ¿Respetar al profesor? ¿Creer en el conocimiento? La buena educación lo exigía, pero el mundo evidenciaba una realidad irónica. El sueldo de profesor se hacía esperar y, además, no daba para mucho.

Este problema no se produjo en los colegios de pago, en los que se formaban las élites llamadas a dirigir la sociedad. Pero los institutos públicos se despidieron del siglo XX sintiendo la competencia de los andamios, las escayolas y las motos. Uno podía abandonar los estudios, incluso sentirse orgulloso de su propio analfabetismo, con un sueldo fácil y un préstamo hipotecario.

Y de pronto llegó la crisis. Llegó de pronto, es verdad, pero se había fraguado de forma lenta y minuciosa cuando los bancos y los grandes especuladores empezaron a preparar un avariento Plan de Subdesarrollo para España. Porque eso es lo que se ha puesto en marcha en los últimos tiempos. Los Laureanos López Rodós de hoy, han ideado el plan de subdesarrollo que los especuladores necesitan para seguir ganando dinero. Que se recorten las inversiones en educación cuando los jóvenes tienen menos posibilidades de encontrar trabajo es todo un síntoma de la negación del futuro, de nuestro avance en marcha atrás, de un camino consciente hacia el subdesarrollo. Este capitalismo es incompatible con la democracia social.

La pérdida vertiginosa de derechos y el empobrecimiento de la población tiene ahora un nuevo aliado: el descrédito de la cultura. Ese aliado le faltó al franquismo, pero está hoy a las órdenes del populismo, la demagogia y la mentira. Los que se dejaron convencer de que era más útil olvidarse de las orlas no están ya para bromas intelectuales. Han sido devueltos a la lucha por la supervivencia, al miedo, al rencor, al sálvese quien pueda. Pero no conviene renunciar a la conversación. La experiencia real acaba siendo el mayor antídoto contra las mentiras. Y de la dura experiencia que hemos vivido surgirá un respeto mutuo, una nueva ilusión y un nuevo orgullo ante los estudios de los hijos. Conviene intentarlo, por lo menos.


Luis García Montero (Granada, 1958) es poeta y Catedrático de Literatura Española en la Universidad de Granada. Es autor de once poemarios y varios libros de ensayo. Recibió el Premio Adonáis en 1982 por El jardín extranjero, el Premio Loewe en 1993 y el Premio Nacional de Literatura en 1994 por Habitaciones separadas. En 2003, con La intimidad de la serpiente, fue merecedor del Premio Nacional de la Crítica.

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