Castillo de Loarre (CC)
¿Cómo tiene que ser una vida para que la casa donde se aloja resulte ser un
castillo? Es, evidentemente, la vida más otra de la nuestra que cabe imaginar.
Por eso, la aparición del monstruo de piedra con los bíceps de sus torreones y
la hirsuta pelambre de las almenas, gárgolas, canecillos, nos lanza de un
empujón al otro polo de las maneras humanas. (Ortega y Gasset)
Si en la Edad Media las catedrales representaban al poder religioso, los
castillos eran el símbolo del poder laico. Rivalizaban con ellas en altura y
ostentación, aunque se distinguían por su particular vínculo con el paisaje en
el que se fundían. Pero ante todo fueron impresionantes fortalezas para la
guerra, escenario de batallas e interminables asedios en los que cada nueva
arma o táctica de asalto era respondida con una nueva contramedida. Y mientras
tanto, sus habitantes sobrevivían o morían, e incluso se daban ocasionales
alegrías. Intentaremos responder a la pregunta del célebre filósofo o, al
menos, aproximarnos sin peligro al interior de estos monstruos de piedra.
El auge en la construcción y el diseño de los castillos que tuvo lugar
durante Edad Media responde a diversas causas. En algunos casos, los frecuentes ataques vikingos impulsaron
la construcción de murallas en torno a los núcleos de población, pero acababan
resultando tan extensas que su defensa se volvía poco eficaz. La solución
óptima parecía ser entonces construir una fortificación en la que encerrarse
únicamente cuando se aproximara el enemigo, de forma que no fuera la vivienda
habitual pero sirviera de alojamiento durante todo el tiempo que pudiese durar
un asedio. Para ello lo idóneo era emplazarlo en un terrero elevado y de
difícil acceso, lo que facilitaría la vigilancia y la defensa. Es lo que le
proporcionó en muchos casos ese atractivo aspecto de unión con la montaña y de
integración en el paisaje. En algunos casos las murallas están construidas
sobre las rocas de un peñasco de tal manera que casi no se sabe dónde empieza
una y termina la otra. Son los llamados castillos roqueros, como por ejemplo el
Alcázar de Segovia.
Alcázar de Segovia, inspiró el castillo de la
Cenicienta de Disney – Fotografía de Guadalupe de la Vallina.
En el caso de la Península Ibérica la amenaza no vino,
al menos principalmente, de los hombres del norte, sino de la secular guerra
contra los musulmanes. En varios casos, de hecho, la construcción original
resultó ser de ellos, con añadidos posteriores cristianos tras ser
conquistados. Aquellos que por un motivo u otro tienen esa influencia musulmana
se denominan castillos mudéjares, como el de Coca, Malpica o Escalona. Esta frontera en
permanente disputa entre las dos religiones dio lugar a que el patrimonio de
nuestro país acabase resultando sencillamente excepcional, con más de 2500
fortificaciones catalogadas en la actualidad. Y eso a pesar de los muchos que
desmocharon los Reyes Católicos y el cardenal Cisneros por
la amenaza al poder real que representaban y del posterior abandono por la
administración durante los siglos posteriores. El paisaje español pasó a
caracterizarse desde entonces por las ruinas de castillos o, según las definía Machado,
«harapos esparcidos de un viejo arnés de guerra».
En ocasiones estas fortalezas no se construían para
defender una población sino un enclave de valor económico o militar, como un
puerto o un río. Además, dado que las cortes eran fundamentalmente nómadas (en
una época en que los
viajes eran más frecuentes de lo que podríamos pensar),
requerían de toda una red de castillos en los que parar durante el recorrido
por su reino, que mientras tanto estaban cada uno de ellos al mando de los
tenientes o alcaides, que lo administraban y protegían al frente de una
guarnición. El aumento de la aristocracia europea a partir del siglo XI también
trajo consigo un mayor número de estos. Eran signos de ostentación demasiado
tentadores para su vanidad como para que no acabasen construyéndose uno a la
menor ocasión. Por ello su decoración y habitabilidad fue incrementándose con
el tiempo, de manera que a finales de la Edad Media un castillo ya debía tener
patio, jardín, vivero, estanque… mientras que de forma paralela el desarrollo
de las armas de fuego a partir del siglo XIV acabaría por hacerles perder su
función militar. Pero hasta entonces fueron también los centros administrativos
de la región que controlaban. Allí se recaudaban las rentas, se administraba
justicia y se ejecutaban sentencias. Y por supuesto, se vivía.
Costumbres de señores y vasallos
El rey, señor feudal o ricahembra que lo regentaba
tenían sus aposentos en lo alto de la torre del homenaje. Era la construcción
más importante y mejor protegida del conjunto castral. Se llamaba así porque
«homenaje» era el nombre de la ceremonia de adhesión del vasallo a su señor,
que se celebraba allí. Estaba habitada en total por entre 15 y 30 personas y
era también el lugar donde se guardaban los víveres, se rezaba en su iglesia y
ocasionalmente se organizaban banquetes, bailes y representaciones teatrales.
Respecto a los banquetes, su abundancia y lujo evidentemente dependía del
anfitrión, aunque no solían faltar al comienzo las abluciones, con criados
ofreciendo palanganas y paños a los invitados para limpiarse. Se servían tres
conjuntos de platos de los que iban dando cuenta los comensales, ayudándose con
cucharas, pan y para la carne un tipo de tenedor de dos púas acompañado de un
cuchillo. Aunque según aconsejaba Alfonso X a su hijo, era de
buena educación usar tres dedos de cada mano para comer. Todo ello era
acompañado por el vino que iban escanciando los coperos, hasta llegar al plato
fuerte que era una pieza de ganado o caza mayor (venado, jabalí, buey… e
incluso osos y camellos, según la historiadora Covadonga Valdaliso)
que tras cocinarse se cosía y se servía entera, siendo entonces el trinchante
el encargado de trocearla. Para ello debía tener gran cuidado, eso sí, en que
sus herramientas no estuvieran envenenadas. Pero quién sabe si el peligro
realmente podía provenir de algún invitado que llevase una cota de malla bajo
las ropas…
Respecto al baile, que podía celebrarse al concluir el
banquete, consistía en diversos tipos de danza, como por ejemplo el saltarello,
que se realizaba en parejas al son de la orquesta, formada por instrumentos
como flautas, tambores, laúdes o bandurrias. Las representaciones teatrales,
por último, eran realizadas por compañías ambulantes. No existía en ellas una
distinción entre artista y público, entre escenario y platea, aunque podían
contar en ocasiones con un gran despliegue de medios escénicos montados sobre
carros (con forma de barcos, animales, castillos…) que iban entrando y saliendo
de la sala. Otros entretenimientos con los que contaban eran los torneos, la
caza y los amoríos, reales o imaginarios. Decía una criada en Tirant lo
Blanc: «es cosa acostumbrada y tenida a mucha gloria que las doncellas que
están en la corte sean amadas y cortejadas, y que tengan tres clases de amor:
virtuoso, provechoso y vicioso».
Mientras tanto, el vulgo vivía ajeno a todo ello en la
plaza de armas. Allí se amontonaban soldados, artesanos, criados y en caso de
asedio, también los campesinos. Vivían a menudo en barracones de madera junto a
los talleres y establos. Sus jornadas buscaban aprovechar la luz solar y a
menudo distribuían el tiempo de acuerdo a las horas canónicas de los
monasterios: prima (amanecer), tercia (media
mañana) sexta (cuando el sol está en el punto más alto) y nona (al
anochecer). Su alimentación no era muy variada y se centraba en el pan, que
raramente era de harina de trigo sino de centeno. Curiosamente, se dieron
algunos episodios de locura colectiva en la que todos los lugareños rompían a
bailar, no tanto por inspiración diabólica sino por ergotismo o «fuego de San
Antonio». Una intoxicación producida por un hongo del centeno de propiedades
químicas relacionadas con el LSD. Para beber recurrían al vino, cerveza o hidromiel,
de los que podían llegar a ingerir tres litros diarios (si bien su graduación
alcohólica no superaba los 10º). De hecho acostumbraban a desayunar en torno a
las seis de la mañana un trozo de queso y un vaso de vino «para iluminar el
rostro», decían. Así es como un español de bien debería comenzar cada día. Era
en cualquier caso una saludable forma de hidratarse en comparación con el tipo
de agua que podían encontrar en los pozos. Pero a pesar de esta dieta y según
algunas estimaciones, la esperanza de vida durante la Edad Media era apenas de
unos 40 años. Cada mujer casada tenía entre 10 y 15 hijos para compensar así
una demencial tasa de mortalidad infantil: uno de cada tres niños moría. Sin
embargo, en tiempos de guerra la situación era aún peor…
El asedio y las técnicas de
asalto
El cronista del siglo XII Jourdain Fantosme describió
qué debía hacer todo aliado que se precie de un rey:
Que os ayude en la guerra,
rápido y sin demora
Destruya a tus enemigos y arrasa su país
Con el fuego y el incendio, que todo sea una hoguera
Que no les quede nada, ni en el bosque ni en el prado
De lo que en la mañana pudiesen comer;
Después con su fuerza unida que sitie sus castillos,
Así debe ser comenzada la guerra. Tal es mi consejo.
Primero arrasa la tierra.
Destruya a tus enemigos y arrasa su país
Con el fuego y el incendio, que todo sea una hoguera
Que no les quede nada, ni en el bosque ni en el prado
De lo que en la mañana pudiesen comer;
Después con su fuerza unida que sitie sus castillos,
Así debe ser comenzada la guerra. Tal es mi consejo.
Primero arrasa la tierra.
Jean Froissart, Chronicles.
Entre los
siglos IX y mediados del XV los castillos fueron los grandes protagonistas de
la guerra. El ejército atacante procedía en primer lugar como vemos a saquear y
arrasar las cosechas y los bienes que los lugareños hubieran dejado atrás al
refugiarse en el castillo. Mientras tanto, la fortaleza procedía a cerrar sus
puertas y levantar el puente levadizo (de tenerlo), las tropas añadían
apresuradamente estructuras de madera llamadas garitas, galerías y cadalsos que
facilitarían la defensa de los muros, apuntalaban estos con palenques —que eran
una especie de colchón formado con sacos que podía ponerse tanto en la parte
exterior como interior del
muro— y en algunos casos, como en el castillo de Caerphilly se procedía
mediante un mecanismo hidráulico a inundar el terreno circundante, creando un
lago que lo dejaba completamente aislado.
Una vez las tropas enemigas rodeaban el castillo
tenían dos opciones: instalarse para dar comienzo a un asedio o intentar
asaltarlo. La primera opción requería una gran cantidad de tiempo y recursos,
como explicaba un funcionario real llamado Pierre Dubois en el
siglo XIII «un castillo puede ser conquistado con dificultad en un año e
incluso cuando cae por fin, implica más gastos para el tesoro real y para sus
súbditos que lo que en realidad vale». En el interior disponían de pozos de
agua y, por lo general, de una gran reserva de víveres que les permitía
resistir una larga temporada. En algunos casos además contaban con poternas o
«puertas de la traición» entradas secretas que permitían entrar y salir a
espías y mensajeros… o al enemigo, si este llegaba a descubrirlas. Cuando esas
reservas se agotaban finalmente ofrecían su rendición, como ocurrió en Kerak y
Montreal en 1188 y 1189, aunque a menudo se entregaban antes si se les
garantizaba que conservarían la vida. Un caso curioso fue el del asedio de
Weinsberg en 1141, cuando los atacantes al mando de Conrado III ofrecieron
salir libres únicamente a las mujeres, que podrían llevarse todo aquello con lo
que pudieran cargar. Y aceptaron, pero lo que cargaron a hombros fue a sus
maridos.
Las negociaciones sobre las condiciones de rendición
podían durar meses y llegaban a incluir clausulas para la guarnición realmente
curiosas, como la de salir del castillo descalzos, en Stirling en 1304, o que
los seis ciudadanos más ilustres acudieran ante su sitiador, Eduardo
III, con una soga al cuello para entregarle las llaves de Calais, en 1347.
Mientras tanto, con el fin de minar la resistencia de los encastillados, los
asaltantes recurrían a veces a la guerra bacteriológica y psicológica. Para
ello empleaban el trebuchet o catapulta de contrapeso, que
podía lanzar piedras con las que erosionar el muro o bien restos de animales
podridos al interior del castillo, para propagar infecciones. En el asedio a
Nicea en 1097 llegaron a lanzar las cabezas de los prisioneros para
desmoralizar sus adversarios.
Cruzados lanzando cabezas decapitadas durante el
asedio a la ciudad de Nicea en 1097.
La otra opción al asedio era intentar penetrar en el
interior del castillo, un objetivo muy complicado dada la ubicación y
estructura de las fortalezas. Como os decía al comienzo, solían construirse en
lo alto de un monte o peñasco que dificultaba la llegada de los soldados y de
las torres de asalto. También podían contar con fosos, como del castillo de La
Mota, en Medina del Campo, o con muros que en lugar de ser verticales tengan
cierta inclinación, los taludes, que ofrecían más resistencia a los proyectiles
y además permitían que rebotasen en ellos, como si una máquina de pinball se
tratara, las piedras que se lanzaban desde lo alto y así sorprender a los
atacantes. Las plantas de las torres pasaron de ser cuadradas a redondas, dado
que al no tener ángulos resultaban más resistentes a los intentos de minado o
de derribo y además no dejaban ángulos muertos a la guarnición que la defendía.
Por supuesto, como a menudo hemos visto en las películas, a lo largo de las
murallas y torres había troneras desde las que disparar flechas o arrojar agua
o aceite hirviendo. Además las escaleras del interior solían girar a la
izquierda, de manera que al subir quedara expuesto el lado derecho, que no
cubre el escudo. Y por si todo esto no fuera bastante, a menudo los castillos
contaban con una segunda muralla interior a la que replegarse. En fin, todo un
calvario para el enemigo.
Foso del castillo de La Mota, en Medina del Campo
(CC).
¿Qué opciones tenían entonces los asaltantes? Podían
excavar una vía subterránea para llegar al interior o para poner explosivos en
la base de la muralla. En el asedio del castillo de Rochester de 1215 esos
explosivos fueron concretamente 40 cerdos, cuya manteca resultó ser una
excelente arma de guerra. También se podía derribar la puerta usando un ariete,
o llegar a lo alto del muro usando una bastida o torre de asalto. Pero fue a
partir de 1370 cuando comenzó a utilizarse de forma habitual una nueva arma que
acabaría suponiendo el final de los castillos como fortalezas defensivas. Se
trataba de los cañones.
Los primeros fueron estructuras muy aparatosas que
requerían cada uno de 24 caballos para ser transportados y algunos solo
lograban disparar una vez al día, lo que no es una cadencia de tiro muy
intimidatoria. Su inicial forma de jarrón hacía que el proyectil saliera
disparado con poca precisión, hasta tal punto que si un artillero lograba
acertar tres veces a un blanco en un solo día sus superiores lo mandaban en
peregrinación por temor a que tuviera algún trato con el diablo. Pero con el
paso de los años el diseño del cañón pasó a tener forma de tubo, se mejoró la
pólvora utilizada y las fortalezas pasaron a ser vulnerables. Fue de hecho un
arma decisiva para las tropas de los Reyes Católicos en su conquista de la
Península. Aunque ya a finales del siglo XV los muros tuvieron que construirse
más bajos y gruesos —de hasta 13 metros de ancho— ya nada volvió a ser
igual. Acabó toda una era y con ella unas construcciones que desde entonces
pasarían a ocupar el terreno de la imaginación, inspirándonos en forma de
leyendas y en toda clase de narraciones. Aprovechemos entonces para visitar cualquiera de los
muchos que hay en cada provincia española y evocar ese mundo romántico y
fascinante de princesas enamoradas, fastuosos banquetes y enemigos dando
alaridos al caerles encima aceite hirviendo.
Castillo de Ampudia (CC).
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