TRIBUNA
Lo que
no se quiere oír sobre Cataluña
El problema del
encaje catalán en España es el del encaje de un pueblo norteño en
un país sureño
Banderas
independentistas catalanas en Barcelona, en la Diada de septiembre de
2012. / TEJEDERAS
Hay cuestiones de fondo
sobre Cataluña que no se quieren oír y, mucho menos, escuchar. No
puedo obligar a nadie a escucharme pero, al menos, voy a intentar
hacerme oír. En este artículo quiero aportar cuatro reflexiones
sobre Cataluña y sobre la relación de Cataluña con España. Bien a
un lado del Ebro, bien al otro o bien a los dos, estas cosas no se
quieren oír. En primer lugar discutiré el “hecho diferencial”
catalán desde la dialéctica Norte-Sur en la Europa actual. El
problema del encaje de Cataluña en España, como el de Lombardía en
Italia, es el del encaje de un pueblo norteño en un país sureño. A
continuación caracterizaré a Cataluña como una sociedad compleja
aún vertebrada por una mentalidad menestral cuyas raíces se
remontan a la baja Edad Media. Cataluña se desarrolló y llegó a
ser lo que es gracias al decreto de Nueva Planta de 1714, no a pesar
de él. En tercer lugar argumentaré que el contencioso
Cataluña-España oculta otro contencioso entre catalanes que tiene
importantes consecuencias para la sociedad catalana. A España y a
Cataluña les irá mejor juntas que separadas si consiguen un acuerdo
de convivencia que potencie el futuro de ambas. Por último daré
unas pinceladas sobre qué hacer en la situación actual. Mis
argumentos surgen de consideraciones geográficas e históricas que
considero razonables.
LOS CATALANES,
EUROPEOS PATA NEGRA
Los catalanes son
europeos desde el siglo IX. A eso, en castellano, se le llama ser
pata negra. El concepto actual de Europa nació con Carlomagno, cuya
capital Aquisgrán dista solo un centenar de kilómetros de las
actuales capitales de la Unión Europea Bruselas y Luxemburgo. Esta
coincidencia geográfica no es casual. Robert Kaplan señala en su
reciente libro La venganza de la geografía que la columna
vertebral de Europa sigue estando en la diagonal que va del Canal de
la Mancha a los Alpes, ruta de comunicación principal del imperio
franco. En ese mapa, carolingio y actual, Cataluña ocupa una
situación peculiar. Desde finales del siglo VIII fue parte de la
Marca Hispánica, zona defensiva entre el Imperio y Al-Ándalus que,
según Vicens Vives, se caracterizaba no por ser una fortaleza de
montaña sino por ser un corredor protegido por montañas. Este
carácter de corredor y de portal de la península Ibérica hacia
Europa ha conformado, para Vicens, el europeísmo distintivo de la
mentalidad catalana y su “permanente éxtasis transpirenaico”.
Esta mentalidad y este éxtasis constituyen, en mi opinión, el
llamado “hecho diferencial catalán”.
La
mentalidad catalana tiene un permanente éxtasis transpirenaico
Tony Judt se refiere
repetidamente a Cataluña en su ensayo de 1996 ¿Una gran ilusión?
Judt establece un paralelismo entre las regiones europeas de
Baden-Württemberg, Rhône-Alpes, Cataluña y la antigua Lombardía
carolingia, autodenominadas los Cuatro Motores de Europa en un
acuerdo que firmaron en 1988. Son regiones prósperas, ninguna de las
cuales incluye a la capital del Estado, que se consideran
culturalmente más próximas entre sí que con otras regiones de sus
respectivos países. Según Judt se sienten europeas, pagan sus
impuestos, están mejor educadas, tienen una ética del trabajo y una
industriosidad que no comparten otras regiones de los Estados a los
que pertenecen —regiones a las que se ven obligadas a subvencionar—
y tienen poco peso en la toma de decisiones de sus gobiernos. Como
señala Kaplan, son regiones “norteñas, que no se sienten
identificadas con las que creen regiones atrasadas, perezosas y
subsidiadas del sur mediterráneo”. Vicens Vives nunca lo hubiese
escrito tan crudamente. El problema del encaje catalán en España es
el del encaje de un pueblo norteño en un país sureño. Es un
problema de muy difícil solución, agravado por la ausencia
histórica de un Cavour catalán que impulsase un proyecto nacional
capaz de integrar a los demás pueblos de la Península. Es un
problema que se arrastra desde hace siglos y que no se arreglará
ignorándolo o negándolo.
Una anécdota del ya
centenario Swann ayuda a entender quién es qué en la relación con
Europa. Unos parvenus amigos suyos habían tenido la
ocurrencia de contratar a unos aristócratas arruinados para ponerlos
de porteros en su mansión. Swann se lo desaconsejó, advirtiéndoles
que las visitas de calidad nunca pasarían del portal. En el debate
sobre la integración en Europa de una Cataluña independiente, los
independentistas tendrían todo que perder si el debate se situara en
el terreno de la estricta legalidad de los Tratados, pero tendrían
todo que ganar si se situase en el terreno de la legitimidad, es
decir, si el debate fuese sobre quién es el parvenu. Lo más
probable es que la discusión se sitúe, llegado el caso, en un punto
intermedio entre las dos alternativas. Lo que desde Madrid se ve como
un problema jurídico es, en realidad, un problema político en el
que las autoridades españolas pueden llevarse más de una sorpresa.
Quizá sea útil recordar, como precedente, la alfombra roja que se
puso a otro pata negra europeo, la también carolingia Eslovenia,
para su integración en la Unión Europea y en el euro en un tiempo
récord. O la posición europea sobre el corredor mediterráneo.
UNA MENTALIDAD
MENESTRAL
Sigo con Vicens Vives,
buen conocedor de los catalanes. Y sigo con su ensayo Noticia de
Cataluña, que debería ser leído y releído con mucha atención
tanto al norte como al sur del Ebro. Para Vicens lo más distintivo
de la mentalidad catalana, junto a su europeísmo, es su carácter
menestral. La menestralía, con fuerte presencia ya en la Cataluña
del siglo XIII, es “una mentalidad más que una situación, un
concepto de la vida más que una forma de ganársela”. Surge de la
“gente de gremio, pueblo menor, hombre y herramienta”. Los
menestrales “acabaron ocupando un lugar entre las minorías
dirigentes del país, desde el que difundieron el espíritu
originario de clase: la dedicación al trabajo, la inclinación
práctica de la vida y la limitación de horizontes” y
“constituyeron la reserva humana y social de Cataluña, la
plataforma sobre la que iban a montarse los siglos XVIII y XIX”. La
mentalidad menestral sigue articulando hoy en día una sociedad
catalana que, a pesar de su complejidad actual, se sigue reconociendo
en el trabajo entendido no como “castigo divino” sino como “signo
de elección” y sigue mostrando una característica falta de
ambición en su proyección hacia el mundo exterior.
Cataluña
se desarrolló gracias al decreto de Nueva Planta, no a su pesar
El feudalismo catalán,
surgido dentro del imperio carolingio, tuvo muy poco que ver con el
del resto de la Península. Fue mucho más robusto y “europeo”, y
creó unas instituciones que, en lo esencial, perduraron hasta
principios del siglo XVIII. Hasta el 11 de septiembre de 1714, para
ser más precisos. Cuando Ortega achaca la anomalía histórica de
España a la anomalía de su feudalismo y a la baja calidad de los
godos que la invadieron, se olvida del caso catalán. Las
instituciones medievales franco-catalanas fueron solidísimas, hasta
el punto de poder asimilar la mentalidad menestral sin cambiar
sustanciándote, porque la menestralía encajaba bien en el
corporativismo de la época. Pero esa solidez institucional, en
ausencia de un monarca absoluto que la pusiera en cuestión para
afirmar su propio poder, fue la causa principal del estancamiento y
declive de Cataluña desde mediados del siglo XV hasta principios del
XVIII. Este declive fue tanto económico como cultural. Por poner un
ejemplo de cada, ambos apuntados por Vicens, si Cataluña no se
aprovechó del comercio con América hasta el siglo XVIII fue por
falta de ambición y de emprendimiento, no porque tuviese ningún
impedimento legal para hacerlo. Se aprovechaban los genoveses,
portugueses, franceses, holandeses... pero no los catalanes. En el
ámbito cultural, los siglos XVI y XVII, siglos de oro del
castellano, el inglés y el francés, fueron un desierto para el
catalán. Aherrojada por sus instituciones medievales, respetadas
hasta por el Conde-Duque de Olivares, Cataluña dormitó durante dos
siglos y medio hasta que un Borbón, Felipe V, precipitó el cambio y
la empujó hacia la modernidad. ¿Qué hubiera pasado si en vez del
Borbón hubiese ganado la guerra el Habsburgo? A mí me parece
probable que Cataluña, constreñida por sus instituciones, se
hubiese perdido la revolución industrial. Cataluña se desarrolló
gracias al decreto de Nueva Planta, no a pesar de él.
La mentalidad menestral
—trabajo, sentido práctico de la vida y limitación de horizontes—
ha vertebrado Cataluña durante cinco siglos y sigue siendo la más
relevante hoy en día. Esto es particularmente cierto para el
independentismo catalán actual. Menestrales son la monja Forcades,
Carme Forcadell y Oriol Junqueras, todos ellos en la versión casa
pairal. En versión pro domo mea, menestrales son Jordi Pujol
y Artur Mas, entre muchos otros. El denominador común de la
menestralía es la nostalgia de un medioevo idealizado, el gusto por
una fuerte regulación de la sociedad y de la actividad económica
—de lo que es buena muestra el Estatuto catalán en vigor, con sus
223 artículos y 152 páginas— la limitación de horizontes y la
falta de ambición para proponer un proyecto capaz de integrar a
todos los catalanes y, también, a todos los españoles. El modelo de
sociedad del independentismo menestral parece inspirado en el pueblo
de los hobbits.
Sin embargo, proyectos
ambiciosos de catalanizar España construyendo una sociedad moderna
basada en el trabajo existieron en las segunda mitades de los siglos
XVIII y del XIX. Relata Vicens cómo, en la primera circunstancia, se
produjo una auténtica diáspora de catalanes por tierras de la
antigua Corona de Castilla, colonizando Sierra Morena, renovando las
artes de pesca en Galicia y Andalucía, estableciendo sus oficios en
las ciudades de la meseta… Ilustrados como Campomanes soñaron con
transformar España adoptando instituciones catalanas. En el siglo
XIX “Cataluña predicó a las otras Españas el evangelio de la
redención por el trabajo” para conseguir el resurgimiento
económico y la industrialización. El fracaso de estos intentos
provocó el retraimiento de los catalanes, que todavía dura, su
aversión a participar en el gobierno del Estado tanto a nivel
político como burocrático, que también perdura, y el
fortalecimiento de la mentalidad menestral ante la quiebra de
alternativas más ambiciosas.
CATALUÑA Y ESPAÑA SE
NECESITAN
Tanto España como
Cataluña necesitan desesperadamente un proyecto nacional. Como he
recordado en otras ocasiones, para Ortega una nación es un proyecto
de futuro con capacidad integradora. Ese proyecto no lo tienen ahora
mismo ni España ni Cataluña. En el primer caso no hay proyecto para
afrontar la cuádruple crisis —económica, institucional,
territorial y moral— que tiene gripada a la sociedad española. El
régimen político de 1978 está basando su supervivencia en la
táctica del avestruz, negando las crisis para no tener que hacer
ningún cambio significativo. Si no cambia de actitud, durará poco.
En el caso catalán el único proyecto político explícito es el
independentista. En cierto modo, también es una manera de negar una
crisis que afecta a Cataluña de manera muy parecida a la del resto
de España. En cualquier caso, el proyecto independentista no es un
proyecto integrador puesto que divide profundamente a la sociedad
catalana en dos partes de tamaño similar y de convivencia
complicada. No es, por tanto, un proyecto nacional, al menos en el
sentido que le da Ortega a este término.
España necesita a
Cataluña por dos motivos, uno en negativo y otro en positivo. En
negativo, porque la ruta previsible del presente conflicto
territorial lleva a una bunkerización de posiciones en España y en
Cataluña que será la excusa perfecta para que la clase política no
aborde ninguna de las reformas imprescindibles para afrontar con
éxito los retos del siglo XXI, en particular la mejora del capital
humano necesaria para evitar la proletarización de la sociedad
española en la economía global. En positivo, porque la gran
asignatura pendiente de España es la adopción de una cultura del
trabajo como opción de realización personal y no como castigo
divino. Eso lo hizo Cataluña hace muchos siglos y la emulación con
Cataluña en una casa común puede ser un estímulo importante para
que España consiga hacerlo.
Cataluña necesita a
España también por dos motivos y también hay uno en negativo y
otro en positivo. En negativo Cataluña necesita a España por una
razón simétrica a la del párrafo anterior. Las reformas que hay
que hacer en Cataluña son similares a las que hay que hacer en el
conjunto de España, empezando por la de la clase política. La
bunkerización conduce a no hacerlas y a culpar al adversarios de
todos los males propios. Además, una confrontación creciente deja
al independentismo como único proyecto político posible y eso
tendría efectos divisivos muy grandes para la sociedad catalana. Lo
que ahora se presenta interesadamente como una confrontación entre
Cataluña y España se revelaría como una confrontación entre
catalanes en la que los que ambicionan pensar y actuar “en grande”
en mundo globalizado quedarían marginados. En positivo, Cataluña
necesita ambición. Necesita que sus grandes empresas se hagan mucho
mayores y se globalicen. Al contrario que Baden-Württemberg o
Rhône-Alpes, Cataluña no tiene grandes empresas con proyección
global y no las tiene por falta de ambición, no porque esté
oprimida o expoliada. España, cuyas grandes empresas son globales,
tiene la ambición que a Cataluña le falta. La emulación con España
en una casa común puede ser un estímulo importante para que
Cataluña consiga hacerlo.
QUÉ HACER CON
CATALUÑA
Por las razones aducidas
en el epígrafe anterior, el debate sobre qué hacer con Cataluña
sólo tiene pleno sentido en el marco más amplio del debate sobre
qué hacer con España. Ahora bien, si este último debate no pudiera
tener lugar, porque la clase política se negase a ello, o si
fracasara el intento de construir un proyecto de futuro atractivo
para los españoles, lo mejor que podrían hacer los catalanes es
soltar lastre y plantearse el debate por separado. Por lo dicho hasta
aquí, tampoco está claro a priori que a nivel catalán pudiera
consensuarse un proyecto integrador y ambicioso pero, en mi opinión,
estaría justificado intentarlo.
La actual discusión
sobre Cataluña, restringida a dos interlocutores bunkerizados, sólo
sirve para disimular tras las respectivas banderas la falta de
proyectos nacionales a nivel español y catalán. El Gobierno de
España considera la cuestión catalana como un problema
estrictamente jurídico, no halla lugar en la Constitución para
autorizar una consulta y no ve necesario ni conveniente tomar ninguna
iniciativa política para proponer un nuevo encaje de Cataluña en la
casa común. Los catalanes deben conformarse con lo que hay y,
además, resignarse a una ofensiva recentralizadora y
“españolizadora”. Por otra parte, el independentismo catalán,
encabezado por el Gobierno de la Generalitat, acelera un plan para
proclamar unilateralmente la independencia en algún momento de 2015.
El choque de trenes parece muy probable, porque ambos gobiernos
esperan sacar grandes réditos políticos del conflicto en el corto
plazo, que es el único horizonte que parece importarles. Si el
choque se produce, la independencia de Cataluña será prácticamente
inevitable, a pesar de que irá en contra del interés general de los
catalanes y de todos los españoles.
Es necesario superar esta
situación. El contencioso no debe dejarse en las solas manos de
quienes no tienen ningún interés en resolverlo. La sociedad civil
debería tener un papel mucho más activo, impulsando los necesarios
debates —que van mucho más allá de independentismo sí o
independentismo no— y dando mucho más protagonismo a la ambición
en los proyectos de futuro. La clase política no está por la labor.
Las grandes empresas y las personalidades del mundo económico
catalán deberían hacer oír su voz con más fuerza, con el
pluralismo que ello entraña, y lo mismo deberían hacer las del
resto de España. Madrid y Barcelona son, junto con Milán, las
grandes concentraciones humanas, económicas e industriales del sur
de Europa. Un eje de cooperación a todos los niveles entre las dos
grandes ciudades españolas es necesario para complementar y
contrapesar a la gran Banana Azul europea, que tiene su extremo sur
en la ciudad del Po y termina por el norte en Liverpool.
No parece haber nadie en
el mapa político que asuma la idea de España como nación de
naciones para reconstruir sobre ella la casa común. A mí me parece
que ya es demasiado tarde —no lo era hace cuatro años— para
intentar una reforma federal de la constitución. Hay que ser más
ambiciosos y la sociedad civil también tiene que tener un papel
decisivo en este debate. No bastan albañiles: se necesitan
arquitectos para evitar que se nos caiga la casa encima.
César
Molinas publicó en 2013 el libro Qué hacer con España
No hay comentarios:
Publicar un comentario